Los hombres se multiplicarán, y luego lucharán unos contra otros. Cuando hayan redescubierto la pólvora se matarán a miles, y luego a millones. Y así, por medio del fuego y de la sangre, se formará una nueva civilización.
Jack London, La peste escarlata.
La pólvora irrumpe en Europa de forma gradual desde finales del siglo XIII a través de musulmanes y bizantinos, conectores de Europa con el Lejano Oriente, donde se descubrió su fórmula hacia el siglo IX. Como todo proceso evolutivo, la adaptación de la pólvora a la guerra en Occidente siguió un camino de paulatino progreso. Sin embargo, dicho progreso, comparado con los distintos avances y cambios en la forma de hacer la guerra previos, será súbito y radical. Con el desarrollo de las armas de fuego la conducción bélica occidental sufrirá en décadas una transformación que la guerra antigua y medieval no experimentó en siglos. Pero no solo en el ámbito bélico, la irrupción de estas armas trastocó directa o indirectamente todo el panorama social, político, económico y cultural de la época, por lo que podríamos considerar a este fenómeno como una auténtica revolución.
En un principio el uso de las armas de fuego [1] se centró en la guerra de asedio, ocupando un lugar de igualdad, e incluso de inferioridad, respecto a las antiguas armas de asedio. Si bien la primera noción sobre estas armas procede de la China del siglo XII, su fabricación en Europa se remonta a mediados del siglo XIV. Su uso inicial en el ámbito poliorcético se limitó a la intimidación y a la destrucción de objetivos blandos, dada su falta de fuerza y alcance. Pero con su progresivo perfeccionamiento (innovaciones en la fabricación de la pólvora y la metalurgia, el cambio de proyectiles pétreos a metálicos, etc.), desde mediados del siglo XV, las armas de fuego fueron tomando un mayor protagonismo, quedando obsoletos fundíbulos y catapultas. El elemento clave de los futuros conflictos será el cañón, determinante en asedios célebres como los de Constantinopla (1453) [2] o Malta (1565).
La consecuencia directa fue el desarrollo de un nuevo tipo de fortalezas capaces de resistir los impactos de esta potente artillería. En un principio se optó por reforzar las tradicionales fortalezas medievales, instalando troneras, para responder con fuego de artillería, y engrosando los muros. Pero su inefectividad propició que el modelo de fortaleza estrellada ideado por Alberti se impusiera en toda Europa. Además de su forma, destinada a evitar impactos directos y ofrecer fuego de flanqueo, estas fortalezas se caracterizaron por sus resistentes muros, bajos y gruesos.
Pero su construcción resultó excesivamente costosa, lo cual afectó de forma contundente a la economía estatal. A su vez, su amplia capacidad de resistencia supuso que los sitios se prologaran meses y años [3]. Esto supuso un encarecimiento excesivo de la guerra, que afectó directamente a la población con cargas impositivas excesivas que se harían más largas y agudas según se fue imponiendo el modelo de guerra de asedio sobre el de batallas campales. Por ello nos encontramos desde finales del siglo XVI con fuertes bancarrotas y deudas estatales permanentes causadas tanto por la guerra en sí como por la prevención de la misma. Además, las unidades necesarias para asaltar una fortaleza sobrepasaron radicalmente a las de los ejércitos medievales. Durante el sitio de Metz en 1552, por poner un ejemplo, fueron empleados 55.000 hombres para asaltar la plaza. La recluta de ejércitos masivos, su compleja logística, así como la construcción de las nuevas fortalezas artilladas, solo podía realizarse a instancias del poder central, lo cual supuso un reforzamiento del Estado en detrimento del poder nobiliario.
Por otra parte, el reclutamiento de infantes entre civiles creó malestar en la población. Esto, junto a la necesidad de amplios ejércitos, hizo indispensable el recurso a soldados profesionales. Si bien el contrato de mercenarios fue común desde el Medievo, en la guerra moderna se convertirá en un elemento definitorio. A finales del siglo XVII el recurso al mercenariado irá dando lugar un servicio militar obligatorio, que consolidará a los ejércitos profesionales nacionales [4] ya en el siglo XVIII. La magnitud de los nuevos ejércitos hizo que su composición estuviese integrada mayormente por infantería, dado que el reclutamiento de esta era mucho más barato que el de la caballería; con la suma requerida para un solo caballero podía equiparse a una buena cantidad de soldados de a pie.
En este sentido, un hecho fundamental que fomentó el auge de la infantería fue la difusión de las armas de fuego manuales [5], poco costosas y de manejo sencillo. Estas posibilitaron la promoción militar de los sectores más humildes de la sociedad, cuyos miembros tuvieron un fácil acceso a las nuevas armas a la vez que pudieron ser rápidamente instruidos para el nuevo estilo de combate. Esto se oponía a la larga experiencia exigida a los caballeros medievales. La consecuencia inmediata fue la “plebeyización” del ejército. Ahora, un campesino armado con un arcabuz podía derrotar en el campo de batalla a un noble caballero armado de punta en blanco [6].
La guerra moderna y el triunfo de la infantería
Tras su decadencia medieval, el resurgimiento de la infantería acabó con el protagonismo de la caballería pesada nobiliaria, la cual encontró su ocaso en la batalla de Pavía. Esto supuso un trastorno en la conciencia popular, puesto que los protagonistas de las batallas ya no serán los nobles, sino el pueblo, que tomando más conciencia de sí [7], como ocurriera con los hoplitas griegos en la Antigüedad, terminará revindicando una mejora de su posición social frente al orden tradicional, teniendo sus últimas consecuencias en las revoluciones de finales del XVIII. Difícilmente esto hubiera sido posible sin la renovación originada por las armas de fuego.
En cuanto al combate cuerpo a cuerpo, debemos resaltar el uso de la pica. Fueron los suizos quienes lo impulsaron tras mostrar su eficacia en diversos conflictos desde el siglo XIV, como en la batalla de Nancy de 1477. Aunque su efectividad quedó comprometida por las armas de fuego, como se demostró en la batalla de Bicoca, se supo combinar las virtudes de ambas creando una simbiosis que daría lugar a una nueva infantería híbrida donde las picas, como las antiguas sarisas macedonias, proporcionaban una férrea defensa a los arcabuces. La formación más destacada al respecto fue el Tercio, desarrollado por los españoles desde la segunda fase de las guerras de Italia, donde el Gran Capitán ya supo sacar partido a esta combinación de armas de fuego y armas blancas. Esta formación se mostró imbatible en campo abierto hasta mediados del siglo XVII.
Por otra parte, la creciente potencia de las armas de fuego hizo inoperantes las caras y pesadas armaduras medievales, que cedieron ante protecciones más ligeras. Lo mismo ocurrió con las grandes espadas, que dieron paso a armas blancas finas y ligeras como los estoques. La lucha con espada se hizo más “fina” y precisa, en contraposición a las espadas bastardas o las zweihander, pensadas para tajar, la nueva lucha buscaba dañar al enemigo mediante estocadas a través de los huecos de las armaduras.
A finales de la Edad Moderna, el perfeccionamiento de las armas de fuego fue restando progresivamente importancia a las armas blancas. Por ello, desde finales del siglo XVII se observa una reducción de las picas en las formaciones. En esto tuvo mucha importancia el uso generalizado del mosquete [8]. Al igual que el arcabuz, el mosquete era un arma de avancarga, sin embargo, era más caro, más pesado [9] y más difícil de cargar, por lo que, al principio, solo se destinó su uso a los soldados más vigorosos e instruidos. Esto explica por qué su uso tardó en extenderse. Sin embargo, su mayor potencia acabó desplazando finalmente el uso del arcabuz.
A la creciente potencia de las armas de fuego se adaptó una nueva táctica que se venía perfeccionando desde el siglo XVI. La contramarcha, cuya invención es atribuida a Mauricio de Nassau. El objetivo de esta táctica era conseguir una cadencia continua de disparo. Basándose en la Táctica de Eliano, que reproducía las maniobras realizadas los lanzadores de jabalina en la Antigüedad, Mauricio redujo las mangas a diez filas de tiradores, así cuando la primera efectuaba la primera salva se retiraba hacia atrás permitiendo disparar a las que la precedían. Gustavo Adolfo de Suecia fue aún más allá. Redujo las filas a seis y aumentó la capacidad de fuego añadiendo cuatro piezas de artillería ligera por regimiento. Las tres primeras filas se disponían de forma que pudiesen disparar al tiempo; para ello la primera se posicionaba de rodillas, la segunda encorvada y la tercera de pie, mientras las restantes recargaban. El resultado; una cadencia de fuego sin precedentes [10]. La consecuencia más trascendente en este sentido fue que las filas de mosqueteros comenzaron a hacerse menos profundas y más largas, de esta manera aprovechaban mejor la potencia de fuego y evitaban ofrecer un blanco fácil a la artillera, como ocurría con las formaciones en cuadro. Esta nueva táctica requería un adiestramiento más exhaustivo para maniobrar y recargar con rapidez, que dio lugar a soldados más competentes y disciplinados.
Por su parte, en el aumento de la cadencia de tiro, tuvo gran importancia la invención de la llave de chispa, surgida en diferentes ejércitos a comienzos del siglo XVII, que mejoró los sistemas de mecha y rueda para la ignición de la pólvora. Sin embargo, no se generalizó hasta finales de este siglo, cuando se aplicó a los mosquetes, que reduciendo su tamaño dieron lugar al fusil.
Otro elemento clave fue la bayoneta, de cuyos diferentes tipos se impuso la bayoneta de cubo, que, a diferencia de sus modelos precedentes, permitía acoplarse al arma de fuego sin necesidad de taponar el cañón. Esta fusión del arma blanca con el arma de fuego supuso que las picas quedaran obsoletas en el campo de batalla. Con todo, a partir del último cuarto del siglo XVII las operaciones de sitio se fueron abandonando, dado que el alto coste que suponían provocó que diversos países cayeran en serias crisis financieras. Así, volvieron a cobrar importancia las batallas campales, donde se difundió masivamente el empleo del fusil accionado por llave de chispa y calado con bayoneta, consolidándose la formación lineal que caracterizará las batallas del siglo XVIII [11].
Las armas de fuego también facilitaron la conquista de América, aunque en un principio no tuvieron el papel determinante que generalmente se cree. El hierro fue más decisivo que la pólvora dada la superioridad con que dotaba a las armaduras y armas blancas europeas sobre las indígenas. La efectividad de las armas de fuego en los primeros años de conquista no fue muy elevada y el territorio, muchas veces selvático, no era favorable para su empleo. Su eficacia fue mayormente psicológica. Por todo ello, en las campañas americanas ballestas europeas y arcos indígenas fueron generalmente más efectivos que las armas de fuego.
La revolución de la guerra en el mar
Por su parte, la guerra marítima también sufrió una importante evolución, aunque con un proceso más lento que la terrestre. Las embarcaciones que debían albergar las nuevas armas de fuego no estaban diseñadas para tal fin, pues su robustez no era la suficiente para sostener ni el peso ni la fuerza de retroceso de los cañones. Ante esto, asistimos en un primer momento al reforzamiento de las galeras, que adaptaron el espolón para alojar la artillería y aumentaron su tamaño y el de sus remos, albergando una cantidad mayor de tripulantes que las dotaron de una gran fuerza de empuje. El resultado final será la aparición de la galeaza, que podía albergar el doble de piezas que las antiguas galeras. Al igual que en tierra, en una primera etapa, los ataques en el mar se centraron en asaltos a posiciones fortificadas. Por ello, la guerra mediterránea también supuso un gran encarecimiento, debido a la calidad de las naves y a la mayor magnitud de las flotas.
Por otra parte, fue determinante el relevo del protagonismo del Mediterráneo por el Atlántico, que venía dándose desde la toma de Constantinopla, cuando los turcos espolearon a los europeos a explotar las posibilidades comerciales del océano. Pero en estas aguas las galeras resultaban inoperantes, por lo que se comenzaron a fabricar barcos más amplios y robustos, y con un gran desarrollo del velamen –naos, carabelas, galeones–, capaces de realizar largos recorridos y albergar la nueva artillería. La evolución de las naves atlánticas supuso que a finales del XVII el navío de línea sustituyera definitivamente a la galera como principal buque de guerra europeo. Estos nuevos navíos, podían albergar un mayor número de cañones, además de absorber mejor su fuerza de retroceso y los impactos enemigos. Para su construcción se cambió el método del tingladillo por la construcción en cuadernas y abrazaderas, otorgándoles una robustez que daría lugar, al igual que en tierra, a una mayor duración de las batallas navales. Y, a su vez, siguiendo la tónica general, a un encarecimiento de las armadas. La guerra marítima se remodeló dando paso al fuego de andanada y con ello, en consonancia con las formaciones lineales adoptadas por la infantería, a la nueva táctica naval de disposición en línea, que permitía aprovechar de forma más efectiva la potencia de fuego de los cañones.
Conclusiones
Haciendo un balance final, podemos aceptar que el abrumador cambio experimentado en la guerra de los siglos modernos se debe esencialmente a irrupción de las armas de fuego. Atendiendo a lo descrito en estas líneas, se observa que los cambios más directos fueron el resurgimiento de la infantería, el reforzamiento de fortalezas y barcos, y el incremento en el coste de la guerra. Este contribuyó tanto a la consolidación de los Estados modernos, únicos capaces de hacer frente a dichos gastos, como a la crisis de los mismos, dadas las continuas bancarrotas a las que se vieron abocados. Ante este reforzamiento del poder central y su pérdida de protagonismo en el campo de batalla, el antiguo poder nobiliario se vio finalmente sometido.
Todo ello tendrá su repercusión cultural, económica y social. El pesimismo barroco ante la guerra endémica, el desarrollo tecnológico, industrial y comercial producido por las contiendas, la ruina consecuente a su mayor duración y destrucción, el protagonismo renovado del pueblo llano, etc., son solo algunas de las consecuencias que, evolucionando y afectando a diversos ámbitos, transformaron radicalmente a la civilización occidental. Esto nos ayuda a entender cómo, en comparación con los siglos anteriores, la evolución que sufre Occidente en tan solo tres siglos es radical y asombrosa, haciendo irreconocible el mundo del siglo XV con el del siglo XVIII.
Tristemente, esto reafirma a la guerra como motor esencial del devenir histórico. Y aunque no todo se redujo a ella, pues no debemos obviar la coyuntura de hitos trascendentales como el descubrimiento del Nuevo Mundo, la consiguiente globalización, la expansión comercial y demográfica, las corrientes humanista y científica, los conflictos religioso, los cambios dinásticos, etc., sí me atrevería a afirmar que antes de la expansión de las armas de fuego, salvo la Revolución Neolítica [12] y la ulterior revolución urbana, no existió en la Historia un fenómeno que transformara de forma tan radical a la civilización humana; este, solo será superado por la Revolución Industrial [13]. Ante esto, no sería osado afirmar que la Edad de los Metales, concretamente la del Hierro, acabó realmente cuando se inició la “Edad de la Pólvora”.
Bibliografía
- PARKER, Geoffrey. Historia de la Guerra, Madrid: Akal, 2010.
- KEEGAN, John. La máscara del mando, Madrid: Turner Noema, 2015.
- RIBOT, Luis. “Guerra y política la Europa de Luis XIV”, en La Edad Moderna (siglos XV – XVIII), Madrid: Marcial Pons Historia, 2017, pp. 640-649.
- RIBOT, Luis. “Las relaciones internacionales”, en La Edad Moderna (siglos XV – XVIII), Madrid: Marcial Pons Historia, 2017, pp. 827-833.
- BONNEY, Richard. La Guerra de los Treinta años, España, Osprey Publishing Ltd, 2002.
- ALBI DE LA CUESTA, Julio. De Pavía a Rocroi. Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2017.
- VV.AA., Los Tercios (I). Siglo XVI. Desperta Ferro Historia Moderna nº 5, Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2014.
- VV.AA., Los Tercios (II) 1600 – 1660. Desperta Ferro Historia Moderna nº 7, Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2015.
- VV.AA., Los Tercios (VI) 1660 – 1704. Desperta Ferro Historia Moderna nº 19, Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2019.
- VV.AA., Gustavo Adolfo y la Guerra de los Treinta años. Desperta Ferro Historia Moderna n.º 27, Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2017.
- EMECEN, Feridun. “1453: la caída de Constantinopla”, en VV.AA., Los sitios de Constantinopla. Desperta Ferro Antigua y Medieval nº 4, Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2011, pp. 44 – 51.
- PICKLES, Tim. La heroica defensa de Malta, Madrid: Osprey Publishing Ltd., 2011.
Notas
[1] Bombardas, falconetes, ribadoquines, etc.
[2] La inexpugnable ciudad del Bósforo resistió una gran cantidad de asedios a lo largo del Medievo; solo la pólvora pudo someterla. Sus célebres murallas no pudieron resistir la potencia de los cañones gigantes de Mehmed II.
[3] Sobre todo desde el siglo XVII. Por ejemplo los sitios de Ostende (1601-1604) o Breda (1624-1625).
[4] En la implantación del servicio militar obligatorio fueron decisivas las reformas realizadas tanto en la Suecia de Gustavo Adolfo como en la Francia de Luis XIV. Estos ejércitos, sobre todo el francés, adoptaron el uniforme como elemento distintivo frente a la heterogénea indumentaria mercenaria.
[5] Si bien las armas manuales a distancia (ballestas, arcos, etc) comenzaron a imponerse en Europa desde la Baja Edad Media, mostrando su eficacia en batallas como Agincourt o Crecý, donde los longbows ingleses derrotaron a la caballería pesada francesa, la irrupción de las armas de fuego quedó a estas progresivamente obsoletas.
[6] Esta expresión coloquial, sinónimo de elegancia, se retrotrae a la Baja Edad Media en referencia a las “armas de punta en blanco”, es decir, las armas de acero bruñido afiladas y punzantes que los caballeros portaban para la guerra, los duelos y los momentos solemnes.
[7] Los motines acaecidos durante los siglos XVI y XVII, además de su acepción puramente económica y disciplinaria, podemos advertirlos como un indicio de esta incipiente concienciación social del infante. Los soldados, sabedores de su valía bélica, se negaban a luchar hasta haber cobrado, desatando en diversas ocasiones episodios tremendamente violentos. Célebres fueron los saqueos de Roma en 1527 y Amberes en 1576.
[8] En uso desde finales del siglo XVI. G. Parker afirma que el duque Alba ya había armado con mosquetes a cierto número de hombres en Italia durante la década de los cincuenta.
[9] Su peso requería el uso de una horquilla para apuntarlo.
[10] La efectividad de esta nueva disposición quedó manifiesta en la batalla de Breitenfeld de 1631.
[11] En este punto resulta interesante realizar un apunte sobre la transformación que sufre el liderazgo militar a lo largo de la Edad Moderna. Si durante la Edad Media y la Antigüedad el líder se posicionaba en el frente para dirigir la batalla junto a sus soldados, el desarrollo de las armas de fuego hará que este vaya relegando su posición a la retaguardia. Esto se debe en un primer momento a las guerras de asedio, dado que la planificación efectiva del sitio se hizo más importante que el propio asalto. Esto convirtió al puesto de mando en el lugar predilecto para el general. En un segundo momento, ya en el siglo XVIII, el alcance y efectividad de los fusiles anulará la importancia del combate cuerpo a cuerpo, precisamente donde la figura del líder insuflaba valor a sus soldados. Esto, unido a la importancia que adquirió el orden de batalla en la resolución de las mismas, hizo que definitivamente el puesto del general quedase establecido en el puesto de mando, alejado de la refriega. La temática del liderazgo es desarrollada magistralmente por John Keegan en su libro La máscara del mando.
[12] Término acuñado por V. G. Childe y E. Cartaillhac.
[13] Término acuñado por Arnold Toynbee.
Comentarios recientes